
Hace unos años tuve la suerte de asesorar a Tomás, directivo de un banco en Madrid.
Le llamo suerte pues de esa asesoría descubrimos que ambos somos cinéfilos, y a veces nos enfrascamos en retos para ver quién recuerda tal o cual frase célebre del cine.
En aquel entonces necesitaba consultoría en kinésica, pues constantemente era sometido a negociaciones muy fuertes en las que debía mantener sus gestos en calma no solo por lo que se jugaba en nombre de la empresa sino también el tener que lidiar con algunas personas que se habían ganado su desagrado.
Recuerdo una ocasión en la que tenía que enfrentarse a lo que podríamos llamar su ‘archienemigo’. Un ejecutivo de otra organización con quien había trabajado tiempo atrás, pero por los reveses del destino apenas podían hablarse en la actualidad.
“¿Cómo puedo mantener quieto mi rostro?”, me preguntaba ansioso. “No quiero revelar nada”.
Era lo que más le importaba. Quería mantener el control. Pero controlar las expresiones faciales es como decir: “No pienses en Kim Kardashian pintada de azul” y ves, ya estás pensando en ella, disfrazada de pitufina morena.
Las microexpresiones son reacciones emotivas; y por ello no son disparadas únicamente por impulsos externos sino también por su combinación con la codificación que llevamos dentro. La explicación más sencilla es que que un Búlgaro te insulte; como no entiendes la grosería, como no tienes un ‘ancla’ emocional dentro de ti para interpretarla, entonces no reaccionas emocionalmente.
¿Pero qué pasa cuando alguien te dice “Hijo de puta” a la cara? lo comparas con tu archivo interno, el cual tiene lujo de detalles al respecto. Todas las veces que has escuchado la frase, cuando te la dijeron a ti directamente y cómo te sentiste en esos momentos.
En el caso de Tomás, por supuesto que el solo nombrar a la persona le traía malos recuerdos. Imagina tenerle enfrente.
“¿Recuerdas la película ‘Crash’ (Vidas Cruzadas)?”, le pregunté.
“Sí, aquella en la que Matt Dillon le mete mano a Thandie Newton”, bromeó.
“Eres el peor. Bueno, recuerda que el tema de la película es que todos los seres humanos tenemos muchas más dimensiones de lo que aparentamos. Y crear prejuicios basándonos solo por una sola de esas facetas, dificulta entendernos”.
“Creo que sé a dónde vas”. Me contestó.
“Quizás esta persona te repugna. Quizá tienes historias que no quieres contarme, y está bien; lo importante es que estés sereno cuando se sienten en esa mesa, y que no vayas a revelar con tu rostro lo que sientes”.
“Sí”. Asintió con la cabeza mientras giraba sus ojos hacia su derecha.
“Lo que debes hacer es recurrir a tu imaginación y visualizar que durante este tiempo en el que no le has visto, le han sucedido cosas que le han hecho sentir mucho peor de lo que tú te sientes sobre él. No sé. Piensa que su esposa lo dejó. Que le prestó el coche a un primo y se lo devolvió como un chicle mal masticado. Que asesinaron a su cachorrito como a John Wick. No sé, algo nefasto. Sé creativo”.
Volvió a asentir con la cabeza, comenzando a sonreír con cierta malicia.
“Cuando le veas entrar, repasa esa historia en tu mente. Piensa: joder, no puedo creer que este tío tenga ese ánimo después de todo lo que le ha pasado. Es una manera de ‘hackear’ tus sentimientos. Si haces un cortocircuito en lo que tienes dentro, entonces no revelarás nada, ni que te diga ‘Hijo de Puta’ a la cara. Recordarás a su cachorrito y pensarás que el suceso le ha afectado bastante”.
El plan funcionó. El día de la negociación, Tomás mantuvo la calma a pesar de que hubo momentos de tensión. Al final, el otro se veía confundido por su cordialidad y actitud serena.
La negociación fue exitosa.
Si bien es cierto que no podemos controlar nuestras microexpresiones, sí podemos controlar los impulsos que las producen.
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Éxito,
Jesús Enrique.